Entretanto, España tiene pendiente una tarea crucial: la completa separación del Estado y la Iglesia católica
JAVIER VALENZUELA 26/04/2010
El pasado 7 de abril, los ministros de Interior y Justicia presentaron una encuesta de Metroscopia sobre el estado de ánimo de los inmigrantes musulmanes en España. El resultado no podía ser más positivo. El 89% de los encuestados declaraba que es posible ser a la vez buen musulmán y buen español; el 87% que el islam es compatible con la democracia y los derechos humanos, y el 83% que el Estado debe ser neutral en el terreno religioso. Una gran mayoría se felicitaba porque en España haya más libertad y tolerancia y menos discriminación de la mujer que en sus países de origen. La conclusión era que los inmigrantes musulmanes se están integrando a buen ritmo en los derechos y deberes de nuestra democracia.
¿Recuerdan haber leído esa información? Probablemente no, apenas ocupó espacio en los periódicos.
En febrero, con un acto en la Casa de la Panadería y una feria en Lavapiés, se celebraron en Madrid unas jornadas de divulgación de las actividades de las comunidades musulmanas españolas. Políticos del PSOE y del PP, representantes de la sociedad civil y portavoces musulmanes coincidieron en hablar de un islam instalado en España para quedarse, un islam respetuoso del marco laico y democrático.
¿Les suena? Lo más seguro es que no. En estas páginas de Opinión, el teólogo católico Juan José Tamayo glosó esas jornadas el 12 de marzo, pero poco más.
Y sin embargo, los medios llevan días destacando la noticia de la expulsión de un instituto público de Pozuelo de una alumna musulmana que pretendía acudir a clase con el cabello cubierto por un pañuelo. Las tertulias le han dado ya cien vueltas al caso y la mayoría de los comentarios se han inclinado por condenar la actitud de la chica y satanizar el hiyab.
Como en el resto de Occidente, el rechazo a esa prenda amalgama en España una amplia coalición de ideas y sentimientos. Las feministas la consideran un funesto signo de discriminación de la mujer; los laicistas, una intolerable manifestación de religiosidad; los ultraderechistas, otra muestra de que España está siendo reconquistada por los sarracenos; los xenófobos, la prueba de que los inmigrantes se niegan a adoptar las costumbres carpetovetónicas. Aquí como en otras partes, el resultado de tal amalgama es la islamofobia, convertida en el sucesor de lo que durante siglos fue el antisemitismo: el catalizador del rechazo al que es diferente y la expresión de toda suerte de miedos y angustias.
Conviene también desvelar las miradas. Así que vayamos por partes:
1. Un argumento muy escuchado estos días reza así: si los progresistas proponen eliminar los crucifijos de las aulas de las escuelas e institutos públicos, ¿cómo podrían tolerar que en ellas hubiera alumnas con hiyab? La comparación es grosera: el aula en sí es un espacio público, pagado con el dinero de todos los contribuyentes, gestionado por representantes del Estado y en el que trabajan profesores y alumnos de creencias muy diferentes. Y se supone que nuestro Estado no es confesional. No debería, pues, haber símbolos de religión alguna en ninguno de sus ámbitos.
En cuanto a llevar un hiyab, un crucifijo o una kipá judía, esto pertenece a la esfera individual. Es la expresión estrictamente personal de una pertenencia religiosa (un pariente de cosas como llevar la camiseta de tal o cual equipo de fútbol o la ropa de tal o cual moda o tribu urbana).
En Estados Unidos el aula es completamente aséptica, pero los alumnos son libres de llevar los símbolos de identidad -religiosos o de otro tipo- que deseen. En Francia, por el contrario, los alumnos no están autorizados a llevar muestras de identidad, deben ser tan asépticos como las aulas. Uno y otro país representan tanto modelos diferentes de laicismo, de separación de religión y Estado, como de integración de la diversidad cultural.
Así que, para empezar, dejemos sólidamente asentado el principio de neutralidad del ámbito público en un Estado democrático y discutamos a continuación los límites, si los hay, de la libertad individual de expresión de una identidad religiosa.
2. El velo es una manifestación de discriminación y opresión de la mujer, se dice mayoritariamente. No voy a discutir que los monoteísmos -judaísmo, cristianismo e islam- tienen un fuerte componente original misógino. El dios de Abraham es duro con las mujeres. Interpretado de modo tradicional y/o fundamentalista, les impone un papel secundario: el de esposa fiel, madre y ama de casa abnegada y creyente modesta y piadosa. Aún hoy, el catolicismo de las epístolas de San Pablo, oportunamente recordadas por el filme Ágora, impide a las mujeres ser sacerdotes.
Pero, bueno, si el hiyab (al que se confunde con esas auténticas cárceles que son el burka y el niqab) es una intolerable muestra de segregación de la mujer, ¿por qué no aplicamos ese mismo razonamiento a las monjas católicas? Ellas también cubren sus cabellos con tocas. Incluso en lugares públicos pagados por todos los contribuyentes como las aulas o los hospitales.
3. También se escucha este argumento zafio: puesto que a las españolas se les obliga a cubrirse el cabello en los países musulmanes, nosotros debemos hacer lo contrario en nuestra patria. Amén de que responder a una barbaridad con otra no parece propio de gentes civilizadas, los que esto dicen ni tan siquiera se han bajado al moro más cercano: Marruecos. Allí nadie obliga a las españolas a cubrirse.
Y es que ni siquiera está claro que el islam establezca la obligatoriedad del hiyab. A favor de la misma pueden citarse varias aleyas del Corán, pero muchos pensadores musulmanes creen que lo que de ellas se desprende es más bien una recomendación. Como del Antiguo y el Nuevo Testamento, de El Corán puede efectuarse una lectura literal o una lectura racional.
Hay países musulmanes que imponen a las mujeres distintas variedades del velo, tal es el caso de Arabia Saudí e Irán. Pero hay otros en que esto no ocurre: Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Siria... En Marruecos el hiyab no es obligatorio desde que Mohamed V, el abuelo del actual monarca, así lo decidió en su condición de Amir al Muminin o Príncipe de los Creyentes. No lo llevan ni la esposa del rey ni las princesas. Lo mismo en Jordania. ¿No han visto ustedes a Rania con el cabello descubierto en la portada de ¡Hola!?
4. Se argumenta que la prohibición del hiyab en el instituto de Pozuelo es fruto de un reglamento interno. Dicho así, suena indiscutible. Pero supongo que no estamos aceptando a priori que pueda haber reglamentos contrarios a la Constitución y las leyes españolas sobre educación y libertad religiosa y a la Declaración Universal de Derechos Humanos. No sé si es el caso de Pozuelo, lo apunto sólo para señalar el terreno de la discusión. Lo que lleva a pensar que sí que hay un principio superior a cualquier reglamento interno: el derecho -y la obligación- de todo niño y adolescente español, o residente en España, a recibir educación, a ser escolarizado. Máxime si se trata de un centro público, esto es, pagado con el dinero de los contribuyentes. Es lo que sobre este caso ha dicho el siempre razonable ministro Gabilondo.
5. El libre arbitrio, la autonomía personal, es la base de la civilización democrática occidental. Su único límite es ese momento en que empieza a dañar a los demás. Y resulta difícil ver en qué puede dañar a otros alumnos el que una chica lleve tal o cual prenda, sea el hiyab o un look a lo Lady Gaga. Ah, dicen muchos, es que la chica de Pozuelo, de 16 años, se ve forzada a llevar el hiyab por su padre. Pues, bien, preguntémoslo. Sólo los que no tienen hijos de esas edades pueden pensar que en un país como la España actual los padres pueden imponerles algo. Pero, en fin, nunca se sabe. En todo caso, cabe recordar que la carga de la prueba recae siempre en el acusador.
Podemos, pues, optar por el modelo estadounidense o por el francés. Pero en uno y otro caso, no debería haber crucifijos en las escuelas y, permitidos o prohibidos, el crucifijo y la kipá deberían acompañar el hiyab. Y si el problema de esta última prensa es su condición de humillante para la mujer, entonces seamos coherentes y empecemos prohibiendo que las monjas católicas se cubran la cabeza en ámbitos públicos.
En cuanto a los musulmanes, se trata de que terminen siendo ciudadanos españoles. Eso sí, de la España democrática, la que dice no tener una religión oficial, la que dice garantizar las libertades y derechos de todos. No de la España nacionalcatólica.
Una última reflexión: ¿por qué importamos de Francia polémicas como ésta, como si en España no tuviéramos ya suficientes problemas? ¿Por qué, puestos a importar debates foráneos, no lo hacemos, por ejemplo, sobre la ecotasa?
JAVIER VALENZUELA 26/04/2010
El pasado 7 de abril, los ministros de Interior y Justicia presentaron una encuesta de Metroscopia sobre el estado de ánimo de los inmigrantes musulmanes en España. El resultado no podía ser más positivo. El 89% de los encuestados declaraba que es posible ser a la vez buen musulmán y buen español; el 87% que el islam es compatible con la democracia y los derechos humanos, y el 83% que el Estado debe ser neutral en el terreno religioso. Una gran mayoría se felicitaba porque en España haya más libertad y tolerancia y menos discriminación de la mujer que en sus países de origen. La conclusión era que los inmigrantes musulmanes se están integrando a buen ritmo en los derechos y deberes de nuestra democracia.
¿Recuerdan haber leído esa información? Probablemente no, apenas ocupó espacio en los periódicos.
En febrero, con un acto en la Casa de la Panadería y una feria en Lavapiés, se celebraron en Madrid unas jornadas de divulgación de las actividades de las comunidades musulmanas españolas. Políticos del PSOE y del PP, representantes de la sociedad civil y portavoces musulmanes coincidieron en hablar de un islam instalado en España para quedarse, un islam respetuoso del marco laico y democrático.
¿Les suena? Lo más seguro es que no. En estas páginas de Opinión, el teólogo católico Juan José Tamayo glosó esas jornadas el 12 de marzo, pero poco más.
Y sin embargo, los medios llevan días destacando la noticia de la expulsión de un instituto público de Pozuelo de una alumna musulmana que pretendía acudir a clase con el cabello cubierto por un pañuelo. Las tertulias le han dado ya cien vueltas al caso y la mayoría de los comentarios se han inclinado por condenar la actitud de la chica y satanizar el hiyab.
Como en el resto de Occidente, el rechazo a esa prenda amalgama en España una amplia coalición de ideas y sentimientos. Las feministas la consideran un funesto signo de discriminación de la mujer; los laicistas, una intolerable manifestación de religiosidad; los ultraderechistas, otra muestra de que España está siendo reconquistada por los sarracenos; los xenófobos, la prueba de que los inmigrantes se niegan a adoptar las costumbres carpetovetónicas. Aquí como en otras partes, el resultado de tal amalgama es la islamofobia, convertida en el sucesor de lo que durante siglos fue el antisemitismo: el catalizador del rechazo al que es diferente y la expresión de toda suerte de miedos y angustias.
Conviene también desvelar las miradas. Así que vayamos por partes:
1. Un argumento muy escuchado estos días reza así: si los progresistas proponen eliminar los crucifijos de las aulas de las escuelas e institutos públicos, ¿cómo podrían tolerar que en ellas hubiera alumnas con hiyab? La comparación es grosera: el aula en sí es un espacio público, pagado con el dinero de todos los contribuyentes, gestionado por representantes del Estado y en el que trabajan profesores y alumnos de creencias muy diferentes. Y se supone que nuestro Estado no es confesional. No debería, pues, haber símbolos de religión alguna en ninguno de sus ámbitos.
En cuanto a llevar un hiyab, un crucifijo o una kipá judía, esto pertenece a la esfera individual. Es la expresión estrictamente personal de una pertenencia religiosa (un pariente de cosas como llevar la camiseta de tal o cual equipo de fútbol o la ropa de tal o cual moda o tribu urbana).
En Estados Unidos el aula es completamente aséptica, pero los alumnos son libres de llevar los símbolos de identidad -religiosos o de otro tipo- que deseen. En Francia, por el contrario, los alumnos no están autorizados a llevar muestras de identidad, deben ser tan asépticos como las aulas. Uno y otro país representan tanto modelos diferentes de laicismo, de separación de religión y Estado, como de integración de la diversidad cultural.
Así que, para empezar, dejemos sólidamente asentado el principio de neutralidad del ámbito público en un Estado democrático y discutamos a continuación los límites, si los hay, de la libertad individual de expresión de una identidad religiosa.
2. El velo es una manifestación de discriminación y opresión de la mujer, se dice mayoritariamente. No voy a discutir que los monoteísmos -judaísmo, cristianismo e islam- tienen un fuerte componente original misógino. El dios de Abraham es duro con las mujeres. Interpretado de modo tradicional y/o fundamentalista, les impone un papel secundario: el de esposa fiel, madre y ama de casa abnegada y creyente modesta y piadosa. Aún hoy, el catolicismo de las epístolas de San Pablo, oportunamente recordadas por el filme Ágora, impide a las mujeres ser sacerdotes.
Pero, bueno, si el hiyab (al que se confunde con esas auténticas cárceles que son el burka y el niqab) es una intolerable muestra de segregación de la mujer, ¿por qué no aplicamos ese mismo razonamiento a las monjas católicas? Ellas también cubren sus cabellos con tocas. Incluso en lugares públicos pagados por todos los contribuyentes como las aulas o los hospitales.
3. También se escucha este argumento zafio: puesto que a las españolas se les obliga a cubrirse el cabello en los países musulmanes, nosotros debemos hacer lo contrario en nuestra patria. Amén de que responder a una barbaridad con otra no parece propio de gentes civilizadas, los que esto dicen ni tan siquiera se han bajado al moro más cercano: Marruecos. Allí nadie obliga a las españolas a cubrirse.
Y es que ni siquiera está claro que el islam establezca la obligatoriedad del hiyab. A favor de la misma pueden citarse varias aleyas del Corán, pero muchos pensadores musulmanes creen que lo que de ellas se desprende es más bien una recomendación. Como del Antiguo y el Nuevo Testamento, de El Corán puede efectuarse una lectura literal o una lectura racional.
Hay países musulmanes que imponen a las mujeres distintas variedades del velo, tal es el caso de Arabia Saudí e Irán. Pero hay otros en que esto no ocurre: Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Siria... En Marruecos el hiyab no es obligatorio desde que Mohamed V, el abuelo del actual monarca, así lo decidió en su condición de Amir al Muminin o Príncipe de los Creyentes. No lo llevan ni la esposa del rey ni las princesas. Lo mismo en Jordania. ¿No han visto ustedes a Rania con el cabello descubierto en la portada de ¡Hola!?
4. Se argumenta que la prohibición del hiyab en el instituto de Pozuelo es fruto de un reglamento interno. Dicho así, suena indiscutible. Pero supongo que no estamos aceptando a priori que pueda haber reglamentos contrarios a la Constitución y las leyes españolas sobre educación y libertad religiosa y a la Declaración Universal de Derechos Humanos. No sé si es el caso de Pozuelo, lo apunto sólo para señalar el terreno de la discusión. Lo que lleva a pensar que sí que hay un principio superior a cualquier reglamento interno: el derecho -y la obligación- de todo niño y adolescente español, o residente en España, a recibir educación, a ser escolarizado. Máxime si se trata de un centro público, esto es, pagado con el dinero de los contribuyentes. Es lo que sobre este caso ha dicho el siempre razonable ministro Gabilondo.
5. El libre arbitrio, la autonomía personal, es la base de la civilización democrática occidental. Su único límite es ese momento en que empieza a dañar a los demás. Y resulta difícil ver en qué puede dañar a otros alumnos el que una chica lleve tal o cual prenda, sea el hiyab o un look a lo Lady Gaga. Ah, dicen muchos, es que la chica de Pozuelo, de 16 años, se ve forzada a llevar el hiyab por su padre. Pues, bien, preguntémoslo. Sólo los que no tienen hijos de esas edades pueden pensar que en un país como la España actual los padres pueden imponerles algo. Pero, en fin, nunca se sabe. En todo caso, cabe recordar que la carga de la prueba recae siempre en el acusador.
Podemos, pues, optar por el modelo estadounidense o por el francés. Pero en uno y otro caso, no debería haber crucifijos en las escuelas y, permitidos o prohibidos, el crucifijo y la kipá deberían acompañar el hiyab. Y si el problema de esta última prensa es su condición de humillante para la mujer, entonces seamos coherentes y empecemos prohibiendo que las monjas católicas se cubran la cabeza en ámbitos públicos.
En cuanto a los musulmanes, se trata de que terminen siendo ciudadanos españoles. Eso sí, de la España democrática, la que dice no tener una religión oficial, la que dice garantizar las libertades y derechos de todos. No de la España nacionalcatólica.
Una última reflexión: ¿por qué importamos de Francia polémicas como ésta, como si en España no tuviéramos ya suficientes problemas? ¿Por qué, puestos a importar debates foráneos, no lo hacemos, por ejemplo, sobre la ecotasa?
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